Las lecciones desaprendidas de la crisis

El dios de los mercados NO falló

"...las portadas de los diarios se llenaban de escándalos sobre la corrupción del antiguo régimen, la avaricia de las entidades financieras concediendo créditos a diestro y siniestro, el silencio de los reguladores y el adulterado empaquetamiento de valores financieros con la máxima nota posible, la llamada 'triple A'."

"Fueron momentos horribles, pero para alguien en mi situación también había cierta esperanza en paralelo al desastre que estaba teniendo lugar. Nos adentrábamos en la peor recesión que jamás he visto, pero al menos íbamos a ver el fin de la farsa que había construido el consenso intelectual y político de las últimas décadas."

"Nunca más, pensé, caerían rendidos los periodistas ante el nuevo consejero delegado de una gran empresa, nunca más se daría crédito a los expertos para los que el funcionamiento del mercado era la personificación de la democracia. Los teóricos de la gestión de empresas dejarían de ser intelectuales mediáticos y el consejo político de los especuladores bursátiles se ignoraría como el desecho tóxico que obviamente era."

"'El dios de los mercados ha fallado', escribí (...)"

En este artículo, que reproducimos completo a continuación, Thomas Frank —de quien estamos relanzando ¿Qué pasa con Kansas?, uno de los análisis que mejor explica el origen del poder de movilización del Tea Party— describe cómo se hizo añicos la ingenuidad que le llevó a pensar al principio de la crisis financiera en la posibilidad de que, ante semejante batacazo del neoliberalismo, acabaría surgiendo otra forma de pensar la política, la economía, la sociedad, para encontrarse finalmente con el efecto contrario: el renacimiento reforzado de la fe en el mercado, el "no podemos" de Obama, el astuto reapropiamiento de la furia popular por parte del Tea Party...

La crisis económica: lecciones desaprendidas


El éxito de los republicanos al culpar de la crisis al Gobierno, y sobre todo al Estado, es una muestra de su genialidad política

Por THOMAS FRANK (publicado originalmente en el Wall Street Journal el 11 de agosto de 2010)

Esta es mi última columna semanal para el Wall Street Journal, y al escribirla me he transportado en el tiempo a mis primeros textos para este periódico, en el verano de 2008.

En aquellos días comenzaba a tomar forma el desastre económico que nos esperaba; en septiembre de ese año alcanzó su clímax, cuando Wall Street estuvo al borde del precipicio y el Estado acudió al rescate con un gigantesco programa de compra de activos financieros.

Para noviembre de ese año los ánimos se habían caldeado tanto que un senador de Illinois se hizo con la presidencia pese a que parecía desafiar las tradiciones políticas en no pocos aspectos. Y mientras tanto, las portadas de los diarios se llenaban de escándalos sobre la corrupción del antiguo régimen, la avaricia de las entidades financieras concediendo créditos a diestro y siniestro, el silencio de los reguladores y el adulterado empaquetamiento de valores financieros con la máxima nota posible, la llamada "triple A".

Fueron momentos horribles, pero para alguien en mi situación también había cierta esperanza en paralelo al desastre que estaba teniendo lugar. Nos adentrábamos en la peor recesión que jamás he visto, pero al menos íbamos a ver el fin de la farsa que había construido el consenso intelectual y político de las últimas décadas.

Nunca más, pensé, caerían rendidos los periodistas ante el nuevo consejero delegado de una gran empresa, nunca más se daría crédito a los expertos para los que el funcionamiento del mercado era la personificación de la democracia. Los teóricos de la gestión de empresas dejarían de ser intelectuales mediáticos y el consejo político de los especuladores bursátiles se ignoraría como el desecho tóxico que obviamente era.

"El dios de los mercados ha fallado", escribí en esta columna en febrero de 2009, y pensé que ese fracaso auguraba no solo una gigantesca reconfiguración de la relación entre los bancos de inversión y el resto de la sociedad, sino un revés monumental a los cómodos análisis de los denominados 'expertos'.

En un principio hubo razones para creer en tal desarrollo de los acontecimientos. La famosa confesión de Alan Greenspan en octubre de 2008, cuando dijo que estaba estupefacto ("shocked disbelief") por los tejemanejes del sistema financiero, me pareció un punto de inflexión, y también me pareció histórico que Richard Posner, famoso ideólogo de la escuela de economistas de Chicago, reconociera que la desregulación había ido "demasiado lejos".

Pero se trataba de intelectuales, unidos por un código distinto del que alimenta a políticos y analistas. Por lo demás, prácticamente nada cambió. Sí, el nuevo presidente y sus acólitos lograron que el Congreso aceptara una enorme factura del sistema sanitario, pero sólo después de asegurarse (...) de que la nueva ley no enojaba en exceso a las grandes empresas del sector. A continuación se escenificó un pusilánime ataque desregulador contra Wall Street, tras lo cual las reservas de audacia se agotaron por completo.

Mientras la derecha criticaba el "socialismo" de Obama, el presidente se esforzaba en demostrar su lealtad a la agotada fe en el mercado. En las cuestiones comerciales y económicas, proclamó a los cuatro vientos el continuismo con las políticas del desacreditado pasado. En la fundamental cuestión de las malas prácticas de los reguladores (...) apenas ha tocado nada.

La verdadera audacia ha estado en el otro lado. Muchos republicanos decidieron responder a la crisis redoblando su fe en el consenso de los últimos 30 años, pidiendo más desregulación y un ataque sin cuartel al papel del Estado.

Que hayan vencido con esta estrategia en estos años de crisis financiera (...) es prueba de su genialidad política y del desastroso posicionamiento de los demócratas. (También es prueba de su genialidad) el floreciente movimiento populista del Tea Party, que ha transformado la ira por el paro en protestas contra las pensiones de los empleados públicos y contra las ayudas a los trabajadores del sector del automóvil.

Con todo, donde más confiaba en que iba a haber cambios era en el área de los expertos y analistas profesionales, que no habían cuestionado nada sobre el desastre que se avecinaba. Hace ya dos años y nada ha cambiado en la élite de expertos. Thomas Friedman del New York Times todavía suelta las teorías sobre la creatividad que formaron parte de la esencia de la dirección de empresas hace 10 años. El Washington Post insiste en su guerra no declarada a la Seguridad Social, [...] explicando por qué hay que rescatar a los bancos pero "hay que recortar los derechos (de los trabajadores)". En todo el mundo se asegura que la necesidad de equilibrar las cuentas públicas es urgente.[...]

En Wall Street, la carretera que nos lleva a la destrucción está repleta de primas para los ejecutivos. Y en las oficinas del gobierno central de Washington la sensación es la de siempre. La gente próspera y bien educada acude a sus clases de yoga y compra sus pasteles de cumpleaños mientras escuchan cómo los presentadores de la emisora NPR saludan a la nueva generación de aburridos centristas a medida que se incorporan al glorioso círculo de los biempensantes. Los dirigentes de los grupos de presión siguen reuniéndose en sus sofisticados restaurantes, haciendo todo lo que está en sus manos por los olvidados miembros del uno por ciento de la población que maneja la pirámide.

En cuanto a mí [...], adiós y muy buenas.

Ilustraciones: Acacio Puig; traducción: Tomás Cobos

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