Reggae: una cultura supersónica (prólogo a Bass Culture)

(esta es la primera parte del prólogo de Tomás González Cobos a Bass Culture: la historia del reggae de Lloyd Bradley; lo hemos dividido en tres partes, esta es la primera entrega, pero aquí tenéis también el archivo completo en PDF por si lo queréis imprimir y leer ya del tirón, aunque con menos ilustraciones)



UNA CULTURA SUPERSÓNICA1


Tomás González Cobos





reggae 1. m. Música de origen jamaicano, caracterizada por un ritmo sencillo y repetitivo.



Esta es la sucinta pero reveladora definición que encontré en el diccionario de la Real Academia Española. Me pregunto si los redactores se plantearon añadirle al término «ritmo» los calificativos de «primitivo», «salvaje» o, en un intento por aunar todos estos elementos, «ritmo de negros». Vamos, que es una música tan fácil que la pueden tocar hasta unos negros fumetas en el Caribe. No obstante, enseguida me surgió la duda de si, como aficionado al reggae en España, no estaría asumiendo el papel de víctima incomprendida, así que rápidamente busqué en la página web del diccionario normativo las definiciones para otros géneros musicales. Y estos son algunos de los ejemplos que encontré:



rock 1. m. Género musical de ritmo muy marcado, derivado de una mezcla de diversos estilos del folclore estadounidense, y popularizado desde la década de 1950.

jazz 1. m. Género de música derivado de ritmos y melodías afronorteamericanos.

pop 1. adj. Se dice de un cierto tipo de música ligera y popular derivado de estilos musicales negros y de la música folclórica británica.

rap 1. m. Estilo musical de origen afroamericano en que, con un ritmo sincopado, la letra, de carácter provocador, es más recitada que cantada.

punk 3. m. Movimiento musical aparecido en Inglaterra a fines de la década de 1970, que surge con carácter de protesta juvenil y cuyos seguidores adoptan atuendos y comportamientos no convencionales.

blues 1. m. Forma musical del folclore de la población de origen africano de los Estados Unidos de América.



Tango, salsa, samba… No se molesten, ya se lo digo yo: en ningún caso aparece esa ocurrencia de introducir un juicio de valor (creo que los dos casos que, remotamente, pudieran catalogarse como tales, «música ligera» para el pop y «de carácter provocador» para el rap, tienen un tono mucho más descriptivo que enjuiciador, más allá de que estemos de acuerdo en la elección de los adjetivos). ¿No hubiera sido más neutro hablar, como en el caso del rap, de una «música de origen jamaicano que fusionó sonidos tradicionales africanos y géneros estadounidenses contemporáneos en los años tal y cual» o algo por el estilo?


Nada más lejos de mi intención que ensañarme con la Academia, bastante tienen con lo suyo. Al fin y al cabo, quizá lo que están expresando no es sino la distancia que existe entre el público español y la música afrocaribeña, ya que, a diferencia de países como el Reino Unido, hasta hace muy poco no hemos tenido la suerte de contar con una inmigración que diversifique nuestras aficiones musicales. Por ello no resulta extraño que, para un blanco europeo procedente de una tradición tan poco salpicada por los aromas del continente negro, la música jamaicana llegue envuelta en misterio.2



Como muchos españoles, mi primer contacto con el reggae fue Bob Marley (en mi caso en los años ochenta). No voy a detenerme aquí a cantar las maravillas del señor Nesta, ni a explayarme en el profundo impacto que me produjeron joyas como Sun Is Shining y su curiosa mezcla de rebeldía y fraternidad. A lo que voy es que, pese a lo valioso del hallazgo, no me empujó a una zambullida general en el mar musical jamaicano. No por culpa de Marley, sino porque, como cuenta muy bien Lloyd Bradley en Bass Culture: La historia del reggae, aquellas canciones me llegaban a través de los canales de la industria del pop rock, desvinculadas de su contexto inicial. Y ahí, a las puertas de aquel enigma, me quedé durante muchos años. Es cierto, y esto es algo de lo que no he sido plenamente consciente hasta mucho después, que el beat jamaicano me estaba tentando, de reojo, a través de grupos como Kortatu, los Clash, los Specials… Es decir, música muy excitante por su ocasional aliño jamaicano, pero que no exigía un viaje a territorios completamente desconocidos y que, de hecho, muchos miniadolescentes escuchábamos sin saber que el origen del ska estaba en Jamaica a finales de los cincuenta (y no en el ska revival británico de finales de los setenta) y que los bajos profundos de tantos grupos punk y new wave habían tomado mucho prestado de una pequeña isla al otro lado del Atlántico.


Mi verdadero viaje sonoro hacia Jamaica comenzó en los noventa con un cedé que me pasó mi hermano Pablo y que, muy a la jamaicana, no tenía más indicación que el misterioso nombre de «King Tubby» escrito con rotulador de punta gorda. ¿Se trataba de música contemporánea? ¿Era un músico, un grupo? Aquel sonido, en el que apenas había partes vocales, era dub, lo que por no detener el relato llamaremos por ahora «reggae cubista». Recuerdo que fue asomarme, meter la cabeza, y mi cuerpo se precipitó, ya sin remedio, en el interior de aquella niebla de cadencias hipnóticas. Creía percibir en aquella música una alegría desbordante y también una tremenda tristeza. Una alegría de bailar, de estar vivo, pero al mismo tiempo un sentimiento de pérdida y nostalgia, de algo irrecuperable. Era, claro, el sonido de África, pero con una envoltura llena de extrañeza; me hablaba de fragmentación, de desplazamiento. En aquel puñado de temas se hallaban ya muchas de las ideas que me parecen centrales en la música jamaicana: el lamento por la separación forzosa de África y el horror de la esclavitud, junto con el ingenio incontenible y el coraje de una comunidad de «exiliados forzosos» que trataban de forjarse una identidad en su nuevo hogar.


Soy consciente de que todo esto suena a reflexión cerebral a posteriori, lo contrario de la sensibilidad musical jamaicana, para la que el reggae es, ante todo, un beat. Por eso, les invito ahora a que dejen de leer este prólogo, se embarquen con Lloyd Bradley y, acompañados de una buena selección musical jamaicana, viajen al Caribe —empezando a finales de los cincuenta, un día caluroso como otro cualquiera— y se dejen seducir por los ritmos que retumban en las páginas de Bass Culture: La historia del reggae. Pero si antes prefieren meter un par de prendas en el equipaje y unas cuantas pistas —lo esencial, no se preocupen—, quédense un rato conmigo. Aun así, lo dicho, no pierdan de vista el ritmo: aquí hemos venido a bailar.




UNA COMUNIDAD QUE BAILA




Una cosa buena de la música:
cuando te golpea, no sientes dolor.
(TrenchTown Rock, BobMarley & the Wailers)



Todo el mundo sabe que no hay mal que no cure (o alivie, al menos) una buena juerga con mucho baile de por medio. ¿Qué fiesta sería necesaria para superar cientos de años de esclavitud, opresión y humillación? Imaginen, en la medida de lo posible, que desde la más tierna infancia les han inculcado el odio a su piel, que durante generaciones les han contado que la suya es una cultura de bárbaros o, incluso, que ni siquiera es cultura. Imaginen que en su sangre hierve la furia de generaciones de esclavos despojados de todo y que la única propiedad que se trajeron sus antepasados de África, de donde salieron con lo puesto, son precisamente esas formas culturales despreciadas (y temidas) por los blancos: prácticas (leyendas, danzas, cánticos, música de tambores) entre las que se encuentran las tradiciones neoafricanas de magia negra en Jamaica —el denominado obeah— y la pocomania, un culto afroprotestante que incita la exaltación espiritual a través de la música y la danza. Con estos elementos, no vamos mal encaminados si intuimos que esa farra bailonga de la que hablábamos constituye también un gigantesco exorcismo, un ritual de autoestima que celebra la identidad propia y purga el maleficio sufrido.


Ahora que tenemos un poco más claro que lo que buscamos es una especie de parranda-aquelarre colectivo, nos falta un sitio donde ponerlo en práctica, un altar. Y aquí es donde entran en escena los sound systems, una invención de los negros pobres de Kingston que, desde los años cincuenta,3 retoma esa larga herencia de música y baile, regocijo espiritual y trance comunitario, y la sublima en la forma cultural por excelencia de los guetos jamaicanos. Un pequeño inciso (perdónenme los entendidos): el término sound system se refiere, en sentido estricto, a un equipo de música con una potencia brutal de amplificación y al grupo de personas a cargo del mismo; el espacio físico en el que se instala y emite su música un sound system generalmente un terreno vallado al aire libre (lo que contribuye a que el sonido viaje mucho más allá del recinto) es el dancehall, que podría traducirse como «local de baile» o «pista de baile». En este prólogo, al hablar de sound systems nos referimos al concepto amplio del mismo, es decir, el lugar de encuentro y baile.
 

Podríamos describir los sound systems —el núcleo en torno al que gravita toda la historia de la música moderna jamaicana como «discotecas móviles», pero el término se queda muy corto. El sound system era, como dice Bradley, «el latido de la comunidad (…) una animada agencia de contactos, un desfile de moda, un punto de intercambio de información, un lugar donde verificar el estatus callejero, un foro político, un centro de comercio (…) el periódico del gueto». Los sound systems constituían una plaza, un espacio de reunión y celebración de la comunidad, un rito colectivo a través del baile y el poder sanador del sonido.


Como en otras culturas donde ha prevalecido la transmisión oral, en Jamaica la música está profundamente enraizada en el tejido social, es una fuerza viva, orgánica, un espejo que recoge la voz de la comunidad y pertenece por ello al pueblo. La función del sound system es heredera directa de ese hilo oral y de las tradiciones populares que mencionábamos antes, que no solo configuraban una identidad sino que con frecuencia asumían una labor contestataria. En la época de la esclavitud, el baile (en ocasiones mezclado con rituales religiosos) jugaba un papel importante para mantener los valores culturales, establecía un terreno en el que los esclavos compartían una experiencia comunitaria plena de significado que les permitía sobrevivir a las miserias de la esclavitud y al mismo tiempo fomentaba formas cotidianas de resistencia, «como la burla, la ridiculización y en general la evasión del trabajo».4 Los bailes de los esclavos «eran momentos de gran terror para los amos, quienes, al fin y al cabo, eran minoría. Durante las festividades, los dueños de las plantaciones tenían aún más temor a que estas celebraciones llevaran a rebeliones y, de hecho, muchas lo hacían».


Como continuador de esta tradición, el sound system no es un lugar de recepción pasiva de la música. Es, claro está, un sitio para bailar (Winston Blake, un pionero en el mundo de los sound systems, lo expresa bien clarito: «Si has venido al baile y no sabes bailar, ¿qué haces aquí? Si no sabes bailar, eres un espectador»),5 pero también un escenario y un megáfono para dramatizar las fuerzas amenazadoras, expresar opiniones y compartir las pasiones, tanto las más elevadas como las más bajas. No perdamos de vista que el título de este libro, Bass Culture, cuyo significado literal es «Cultura de bajos» o «Cultura de graves» por la importancia de estos sonidos en el mundo del reggae, puede pronunciarse también como Base Culture, que viene a significar «cultura abyecta», «cultura vulgar», «cultura lumpen» y, por lo tanto, «cultura del vulgo», «cultura del pueblo llano», «cultura popular». Estos calificativos se comprenderán mejor si se tiene en cuenta que el reggae —al igual que sus predecesores, el ska y el rocksteady, y sus descendientes (el dancehall y derivados; no confundir con los espacios de baile, que reciben el mismo nombre)— procede de los guetos de Kingston y, por lo tanto, era despreciado por las clases alta y media de Jamaica, que se avergonzaban de unas expresiones artísticas tan «primitivas», es decir, tan «negras» (¿será esto a lo que se refiere la Academia cuando habla del ritmo «sencillo» del reggae?). Por ello, la música ofrecía una identidad a los desarrapados del gueto, un símbolo de orgullo negro, una forma cultural en la que reconocerse y participar. Música del pueblo para el pueblo y, además, en el más amplio sentido posible, ya que a los bailes acudían jóvenes, adultos, niños y ancianos. Como dice Norman Stolzoff, el sound system «ha sido un importante medio para que el pueblo negro cree un universo social alternativo de representación, producción y política».


Para resumir la enjundia de los sound systems, podemos decir que en ellos se articuló un canal de comunicación comunitaria en la que sus partícipes se reconocían e intercambiaban información mediante los pasos de baile, la vibración del ritmo, las miradas, los gestos, las intuiciones, las pasiones, los gritos. Más que compartir una opinión concreta sobre el mundo, se trataba de un afecto en común, un sentimiento. [Aquí está la segunda parte y aquí la tercera; si queréis leerlo ya completo, está aquí en PDF, aunque contiene muchas menos ilustraciones]


1Publicado originalmente como prólogo a Bass Culture: La historia del reggae, de Lloyd Bradley (Acuarela Libros, Madrid, 2014).
2 Con estos comentarios me refiero al desconocimiento por parte de la inmensa mayoría del público y la indiferencia de gran parte de los medios de comunicación, ya que sería injusto afirmar que en España no existe una escena de músicos y fans del reggae (aunque minoritaria) o negar la labor de grandes defensores de la causa como la Asociación Cultural Reggae (ACR).
3 Aunque, como indica Bradley, los primeros equipos callejeros de música se encuentran ya a finales de los cuarenta, su explosión popular se produjo en los cincuenta.
4 Las dos citas del párrafo son de Norman Stolzoff. En la bibliografía incluida al final del prólogo menciono los detalles de los libros citados.
5 Ibid.

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